La profunda reflexión de Kierkegaard sobre el relato bíblico del sacrificio de Isaac (Gén 22), desplegada en su célebre “Temor y temblor” (1843), nos permite comprender algunos rasgos del actual cambio de época. Más aún, contribuye al discernimiento personal, comunitario e institucional sobre las formas en las cuales puede darse el compromiso histórico de los cristianos en solidaridad con la humanidad, sabiéndose al mismo tiempo signo de contradicción para la mentalidad dominante. Se perfilan así dos interrogantes: ¿Qué sucede cuando el “sentido común” – que puede coincidir con la llamada “ética laica”- se configura como una “tentación” para los cristianos? Frente a esta situación, ¿qué camino debería seguir la Iglesia?
Los “vientos de doctrina”
Tales preguntas resultan pertinentes al reparar en los modos en que se plantean y desarrollan los debates sobre algunas cuestiones particularmente polémicas (desde el aborto y la eutanasia, hasta la moral en la política, la economía y las relaciones internacionales), donde se manifiesta una dificultad de las confesiones religiosas en general y de la Iglesia en particular (dado el reconocimiento internacional a su capacidad de representación), para entrar en diálogo con otros sectores de la sociedad, debido en parte a la “crisis del lenguaje religioso” que ya observara Michel de Certeau (1969). Ciertamente no se puede generalizar, pues cada contexto tiene sus particularidades, pero a nadie escapa que tal fenómeno se da incluso en países donde el catolicismo tiene una presencia mayoritaria desde hace siglos.
Aun en tales sociedades, hay actores que, por un lado, postulan que las creencias religiosas no tienen nada que aportar al debate público democrático, que las discusiones sobre la legislación deben ser según la rígida separación entre el Estado y las religiones. Desde estas posiciones, incluso se suele criticar la expresión pública de los creyentes y sus instituciones y comunidades. Cuando no se suelta la burla, en el mejor de los casos se dice que los principios que mueven a los creyentes son muy respetables, pero que es mejor que se los reserven para el ámbito privado. Reviviendo la creencia en el progreso indetenible, se usan metáforas descalificadoras del tipo “tales posiciones atrasan” (porque siempre es más fácil ver a los otros inmersos en sus círculos hermenéuticos antes que reconocerse a sí mismo inmerso en un particular horizonte de comprensión). De ahí que no sea raro que se exponga como modelo a seguir el laicismo, desconociendo las tensiones y revisiones que atraviesa en contextos como el francés, pese a que desde fuera sigue siendo levantado como el paradigma para tener a raya a las cosmovisiones religiosas[1].
Que tales opiniones originalmente fueran minoritarias, no quiere decir que sean irrelevantes, pues desde diferentes ámbitos –particularmente con la ayuda de los medios de comunicación- se ha ido instalado una suerte de “sentido común” donde se acepta que, en última instancia, cada uno se funda a sí mismo, en tanto ser aislado, frente al ser relacional que encuentra su fundamento en el Dios Uno y Trino. Esto, evidentemente, supone una mutación cultural, en el sentido de que marca un nuevo deslizamiento sobre el rol de quién juzga nada más y nada menos que sobre la “verdad” expuesta públicamente y cómo ésta es entendida.
Así, si en el uso dominante de la palabra pública los teólogos fueron desplazados por los políticos y éstos por los científicos, a su vez éstos –al parecer- vienen siendo corridos por los medios de comunicación. Y esto porque actualmente tiene mayor capacidad de persuasión lo que expresa una figura mediática sobre tal o cual tema, que lo que pueda decir un científico de las “ciencias duras”, que a su vez influye más que un político que representa al pueblo de su Nación, y que un teólogo que enseña al pueblo de Dios. Así, a grandes rasgos, al deslizamiento de la Verdad-Persona hacia la verdad de “la patria”, le ha seguido el corrimiento hacia la verdad empírica positivista, desde la cual se ha emprendido la fuga hacia la posverdad, incluso como fake news.
Por otro lado, hay un segundo conjunto de actores que conserva capacidad de movilización; son aquellos que confesándose creyentes o viendo en las religiones un medio para el orden social, propugnan el enfrentamiento abierto con los primeros, pues perciben amenazadas sus convicciones, cuando no las “venerables” y rígidas tradiciones a las cuales se han aferrado más por el poder que emanan que por la fe que deberían custodiar y trasmitir dinámicamente. Al parecer las posiciones de este segundo grupo no constituyen actualmente el discurso hegemónico en los medios masivos, lo que no implica que aún conserven el control de ciertos resortes de poder, incluso al interior de las instituciones y comunidades religiosas.
Llegados hasta aquí se puede advertir que la historia de Abraham y el hijo de la promesa, nos ayuda a comprender la situación de la Iglesia en el ámbito público. Ella se ve muchas veces enfrentada a este dilema: si calla y no hace nada, puede quedar a merced de quienes pretenden “ignorarla”, confinándola al ámbito privado. Si la Iglesia habla de ciertos temas en su lenguaje y medios habituales, puede quedar sujeta a quienes pretenden “instrumentalizarla” para sus propios objetivos.
No se puede asociar rápida y linealmente quiénes pretenden acallar o utilizar políticamente la voz de la Iglesia (si “la derecha”, “la izquierda”, “los conservadores”, “los progresistas”, “los liberales”, “los populistas”, etc.), ya que en general, salvo posturas extremas, no suele haber una aceptación o un rechazo total a sus posiciones magisteriales. Así, algunos aplauden los postulados en moral social y critican los de índole sexual, y viceversa; cada uno toma y deja lo que le agrada o desagrada, propio del avance del proceso de individualización del creer.
Lo cierto es que ceder ante unos u otros es ceder a las ideologías, a aquello que en la perspectiva paulina se denominan “vientos de doctrina” (Cf. Ef 4, 14) de cada época. En la recordada homilía preparatoria del Cónclave de 2005, señalaba el entonces Cardenal Ratzinger: “¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento! La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro (…) A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse ‘llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina’, parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales (…).
Nosotros, en cambio, tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el hombre verdadero. Él es la medida del verdadero humanismo. No es ‘adulta’ una fe que sigue las olas de la moda y la última novedad; adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad” (Ratzinger, 18/04/2005).
El lenguaje de los gestos
Pero entonces, ¿qué hacer? ¿Cómo no ceder en la misión y al mismo tiempo no dejar a la humanidad librada a su suerte? ¿Cómo escapar a la tentación tanto del laxismo que esperan unos, como del rigorismo condenatorio que añoran otros?
Para empezar, si recuperamos algunos rasgos del análisis kierkegaardeano de la historia abrahámica –lo que en sí mismo tiene un potencial para el ecumenismo- podemos decir que aquel nos recuerda que cada cristiano y la comunidad eclesial no debe tener miedo a (re)situarse por encima del conformismo general, de la mentalidad dominante, para (re)ingresar “en una relación absoluta con lo absoluto”, tal la célebre expresión del autor danés.
Puede decirse que la llamada de Francisco a la conversión pastoral –rasgo programático de su ministerio, junto con la opción preferencial por los pobres y excluidos- apunta a que cada cristiano y toda la Iglesia, bajo la inspiración del Espíritu Santo, “hablen” en otra lengua: el lenguaje de los gestos (¡más que los documentos!). El propio Papa es un signo elocuente de ese cambio, plasmando con su impronta un nuevo tipo de liderazgo, reconocido a nivel mundial. La conversión, en tanto proceso de cambio personal comunitario e institucional, purifica el discernimiento de los signos de los tiempos negativos y positivos, y así dispone mejor para la misión: “Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación” (Evangelii gaudium, nº 27).
Más específicamente, a nivel personal, Francisco señala de manera contundente: “Estamos llamados a formar las conciencias, pero no a pretender sustituirlas”, poniendo el énfasis en el “discernimiento” de cada situación antes que en la aplicación irrestricta de manuales o códigos de conducta (Amoris Laetitia, nº 37, 296 y sig.). También, el Papa propone un salto cualitativo y cuantitativo al apuntar a una “conversión ecológica”, frente a la “cultura del relativismo” (y su “antropocentrismo desviado”), la “globalización del paradigma tecnocrático” (que es “homogéneo y unidimensional”) y la “adoración del poder humano sin límites” (Laudato si’, nº 106, 217-218, 122-123).
Estos son los supuestos para poder entrar en diálogo con sectores diversos, con los “hermanos enigmáticos” de los que hablaba de Certeau (1969), en relación con las cuestiones candentes que atraviesan muchas sociedades postseculares y democráticas. Por eso resulta central el señalamiento, sumamente trascendente para la ética social católica, del principio según el cual “la unidad es superior al conflicto”. El camino sugerido no es la intransigencia que va al choque porque ve amenaza a los privilegios, ni la condescendencia irresponsable con corrientes de moda, sino una muy similar a lo que señalaba Kierkegaard respecto a Abraham: obrar a partir de levantar la mirada por sobre la ética de la mentalidad hegemónica, para recibir la “sabiduría que viene de arriba” (Stgo 3,18), aunque, como para el patriarca, el proceso resulte angustioso, sufrido:
“Ante el conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante como si nada pasara, se lavan las manos para poder continuar con su vida. Otros entran de tal manera en el conflicto que quedan prisioneros, pierden horizontes, proyectan en las instituciones las propias confusiones e insatisfacciones y así la unidad se vuelve imposible. Pero hay una tercera manera, la más adecuada, de situarse ante el conflicto. Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso. ‘¡Felices los que trabajan por la paz!’ (Mt 5,9). De este modo, se hace posible desarrollar una comunión en las diferencias, que sólo pueden facilitar esas grandes personas que se animan a ir más allá de la superficie conflictiva y miran a los demás en su dignidad más profunda. Por eso hace falta postular un principio que es indispensable para construir la amistad social: la unidad es superior al conflicto. La solidaridad, entendida en su sentido más hondo y desafiante, se convierte así en un modo de hacer la historia, en un ámbito viviente donde los conflictos, las tensiones y los opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida. No es apostar por un sincretismo ni por la absorción de uno en el otro, sino por la resolución en un plano superior que conserva en sí las virtualidades valiosas de las polaridades en pugna” (Evangelii gaudium, 227 y 228).
Estas indicaciones del magisterio de Francisco apuntan a que la Iglesia debe ahondar su conversión pastoral si quiere encontrar alguna forma de articulación posible y virtuosa entre la ética religiosa y la ética laica, erigiendo la comunión en las diferencias desde una purificación mutua. No se trata de ceder a las ideologías (asociadas en el lenguaje ignaciano con la “mundanidad”), sino de saber discernir lo que puede haber de legítimo en las demandas, proceso que se realiza estando fundados en la “amistad con Cristo” (Ratzinger, 18/04/2005).
Más allá de los discursos y documentos, es necesario entonces que toda la Iglesia, cada comunidad y cada uno haga resplandecer con gestos concretos de projimidad el cristianismo de la libertad, de la luz y de la alegría, poniendo en el centro la opción preferencial por los pobres y las obras de misericordia, revalorizadas por el actual pontificado. Esa praxis del “amor civil y político”, del “amor social” (Laudato si’ nº 231) demanda ser “artesanos de la paz” (Stgo 3,18), siendo “testigos” de la verdad de la Resurrección del Señor y de una “promesa” que es para todos (Cf. He 1, 22; 2, 39).
Sólo desde la apertura sincera a la conversión según la voluntad de Dios, se puede pedir el auxilio de Su luz. Como expresara un infatigable testigo de la fe en América, un auténtico obrero de la paz y del amor social: “He sentido profundamente la diferencia de pensar entre un numeroso sector de nuestra patria (…) y el sentir cristiano. Pido al Señor que ilumine los caminos de su Iglesia para que sean comprendidos…” (Mons. Óscar Romero, Diario personal, 26/03/1979).
[1] Según el debate reabierto en Francia sobre todo a partir del discurso del presidente Emmanuel Macron ante los obispos católicos del país en abril de 2018. En septiembre del año pasado hizo lo propio ante autoridades protestantes. Macron, según la prensa, ante el Episcopado “elogió la dedicación de los católicos franceses a la ayuda a los más necesitados y les animó a ‘hacer más todavía’ implicándose en la política. ‘Por muy decepcionante que pueda ser para algunos, por muy árida que a veces sea para otros, necesita la energía de los comprometidos, vuestra energía’. Al mismo tiempo, esbozó una teoría de laicidad que sirve para otras religiones, no sólo la católica, chocó con las lecturas más estrictas de la ley de 1905, y convocó para algunos el fantasma de una apertura de la República al islam (…) La laicidad de Macron se inspira en la de uno de sus maestros, el filósofo protestante Paul Ricoeur. Ricoeur abogaba por una ‘laicidad de apertura’, en la que la neutralidad religiosa del Estado no fuese un obstáculo para la expresión, en convivencia o tensión, de la espiritualidad de sus ciudadanos. Lo contrario de esta laicidad abierta sería lo que Macron llamaba, en una entrevista en 2016, el laicismo, ‘una versión radical y extrema de la laicidad que se nutre de los miedos contemporáneos’. ‘Hay que preservar como un tesoro la concepción liberal de la laicidad que ha permitido en este país que cada uno tenga derecho a creer o a no creer…’ ” Fuente: https://elpais.com/internacional/2018/04/10/actualidad/1523373693_415139.html