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El proceso constituyente en Chile. Algunas reflexiones sobre identidad religiosa y militancia política.

Este 4 de Septiembre tendrá lugar en Chile un plebiscito para aprobar o reprobar la propuesta de nueva Constitución Política, elaborada por una Convención Constituyente entre los meses de Julio 2021 y Julio 20222. Dicha Convención estuvo constituida por 155 convencionales previamente elegidos – 78 varones y 77 mujeres – en octubre del 2020. Por primera vez en nuestra historia como república se atendió a que representantes de nuestras naciones originarias fueran parte de un proceso de esta magnitud.

La actual Constitución Política de Chile (CP) fue redactada entre los años 1973 y 1978 por un grupo de expertos designados por el dictador Augusto Pinochet, y fue aprobada en 1980, en un plebiscito que careció de las mínimas garantías de publicidad y transparencia como para poder considerarse legítimo. De hecho, una de las anécdotas familiares más contadas, es que mi abuela Lula votó en dichos comicios… a pesar de que había muerto a comienzos de 1979. Eso sucedió porque cuando mi madre fue a votar, en un pueblo campesino de la zona central, los militares a cargo del proceso electoral no solo la vigilaron discretamente para asegurarse de que su voto fuera positivo, sino también amablemente le sugirieron que votara “también” mi abuela, aprobando desde luego. Mi madre era una maestra de escuela primaria, educada en una familia de tradición profundamente católica y conservadora, y probablemente habría votado “apruebo” sin la necesidad de que un militar observara de reojo lo que ella hacía, pero no tuvo la posibilidad de ejercitar esa libertad íntima de elegir, sin presiones ni amenazas más o menos explícitas, lo que su conciencia le indicaba.

Pero volvamos al presente. El texto que hoy se nos propone es complejo y requiere un análisis que excede los límites de este comentario, quisiera por lo tanto destacar sólo algunos aspectos que – de aprobarse – marcarán sustantivas diferencias con la CP actual, por ejemplo: la incorporación de la paridad de género como un criterio vinculante de la administración pública, la creación de sistemas de justicia que incorporan las tradiciones indígenas para juzgar determinadas materias que les competen, el reconocimiento de una serie de derechos que nos harían transitar desde un estado subsidiario a un estado social, la protección de nuestros recursos naturales y la definición de un estado ecológico. Por otra parte, aspectos abiertamente polémicos son, entre otros: el reconocimiento del aborto como uno de los derechos reproductivos, la debilitación o desaparición de instituciones muy importantes de nuestro ordenamiento jurídico como el Senado de la República o el recurso de protección, la definición de un estado plurinacional y ciertos aspectos relativos al derecho a la educación y la salud como asuntos públicos.

Entre todas las dimensiones que un evento como este suscita al interior de la comunidad moral, hay una especialmente relevante para nosotros como creyentes, esto es, la manera en que las identidades religiosas se conjugan con las identidades políticas y dan lugar a razonamientos ético religiosos que permiten a las personas configurar sus posiciones, integrando sus biografías espirituales y comunitarias y, en definitiva, provocando que en conciencia ellas tomen posición. En efecto, en el contexto de la campaña por aprobar o rechazar esta nueva propuesta de texto constitucional, muchas voces se han alzado desde la vereda “católica” para argumentar por una u otra posición.

A primera vista se pudiera pensar que hay errores epistemológicos o morales cuando diversos grupos que reclaman para sí la identidad cristiana/católica llegan a conclusiones diferentes – incluso opuestas – sobre los alcances y significados de un texto normativo para la comunidad. La tentación más inmediata es zanjar el asunto rápidamente y afirmar que los que no están de acuerdo con nuestra propia interpretación están equivocados porque hay algo que no han entendido, o derechamente porque tienen malas intenciones. Pienso en cambio que esta divergencia en la interpretación de las normas nos muestra algo muy profundo de la naturaleza humana, algo que nos obliga a reconocer – una vez más – la extraordinaria profundidad de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, al enunciar el horizonte de la vida moral cristiana como la integración dialogante de la ley y la conciencia.

Entre paréntesis, este fenómeno me hace recordar la saludable perplejidad que muchas veces experimento como profesora de teología moral: no es infrecuente que los estudiantes usen los mismos textos magisteriales – exactamente los mismos – para defender posiciones contrarias en temas de moral aplicada. Digo “saludable perplejidad” porque es bueno y necesario reconocer la autonomía de la conciencia, de cara a la cual el profesor de moral simplemente hace una invitación a que las razones sean cada día más robustas y sofisticadas.

Cuando los seres humanos leemos los discursos normativos recibimos de diferente manera el contenido antropológico que ellos nos ofrecen. Es probable, por ejemplo, que algunos de nosotros experimentemos las normas como fuente de seguridad, reconocimiento y dignidad, mientras que otros – los que pertenecemos a grupos vulnerados o estigmatizados – podemos llegar a sentir que la ley es fuente de opresión, ofensa y peligro. Así, hay grupos de católicos trabajando activamente por una y otra opción de cara al Plebiscito del 4 de Septiembre, grupos que leen la tradición cristiana interpretando, jerarquizando y ponderando de diferente manera los bienes humanos que deben ser protegidos; asuntos como el derecho a la vida, el rol de los padres en la educación de los hijos, la protección de la casa común, el reconocimiento de las tradiciones indígenas, los derechos de salud reproductiva y, desde luego, el derecho de propiedad privada, son comprendidos a la luz de la tradición cristiana, y ponen de manifiesto que no somos una comunidad uniforme y monolítica sino, por el contrario, somos como un árbol que compartiendo las mismas raíces da lugar a diferentes ramas y frutos.

En este escenario es de notar, por ejemplo, la declaración de las Carmelitas Descalzas de San José de Maipo, en donde ponderada y reflexivamente las religiosas del convento cordillerano ofrecen sus razones para posicionarse aprobando el texto de la propuesta constitucional. Esta declaración, que desató una larga serie de reacciones de rechazo y de apoyo, es un buen ejemplo de ese “discernimiento” que venimos escuchando en la voz del papa Francisco; no pretende ser definitivo ni vinculante para otros, es nada más y nada menos que un juicio del bien posible “aquí y ahora” en la voz de un grupo de seres humanos que comparten una historia y diversos horizontes de significado.

A pesar de que muchas veces parece prevalecer la intolerancia y la división, y de que algunos miembros de nuestra comunidad piensen que esta diversidad debe ser controlada y disminuida en razón de nuestra adhesión a una Iglesia “jerárquica”, creo que en la absoluta mayoría de los casos los católicos que se comprometen políticamente desde su identidad cristiana buscan honestamente el bien de la comunidad y que, mediante este compromiso, enriquecen finalmente a su propia tradición religiosa, que a través de sus discursos y praxis puede entrever nuevos significados del anuncio de salvación. Y a pesar de que no siempre es fácil, tengo la esperanza de que nuestras comunidades – académicas, pastorales, etc. – sean testimonio de diversidad.

Por último, pienso que esta diversidad es perfectamente compatible con la noción eclesiológica de una iglesia jerárquica, precisamente, porque la misión de nuestra jerarquía no es cancelar arbitraria o artificialmente la diversidad interna de nuestra comunidad, sino abrir espacios donde este debate – que es infinito – pueda desplegarse bajo criterios de comunión y sinodalidad, que no den lugar a caricaturas sobre grados de autenticidad sino que nos permitan vivir, en todo su alcance y significado, la catolicidad.