La sociedad contemporánea está experimentando fuertes transformaciones. Los tiempos de las pandemias han revelado muchas situaciones que nos obligan a reflexionar sobre algunos paradigmas de la sociedad actual. Uno de ellos incide directamente en la cuestión de la economía, es decir, ¿qué economía queremos? Cuando una persona no puede trabajar ni abrir su negocio, ¿quién la protege, quién garantiza la seguridad económica? ¿Seguridad económica para quién?
La seguridad económica es un concepto incorporado en la Declaración de Filadelfia de la Organización Internacional del Trabajo al final de la Segunda Guerra Mundial en 1944. Dicho concepto reafirma el objetivo de OIT en el sentido de que la paz duradera solo puede establecerse sobre la base de la justicia social vinculada a la seguridad económica de las personas. La seguridad económica es un instrumento de equidad económica para dotar a las personas de dignidad y derechos, manifestándose en su poder adquisitivo.
El capitalismo financiero neoliberal está generando un desempleo monumental, una trágica precariedad laboral y una creciente destrucción de la naturaleza, impulsada por la lógica centrada en la producción de bienes para satisfacer sociedad de consumo. Para el capital, todo es una mercancía. La lógica del sistema convierte la búsqueda de la productividad en un proceso destructivo que genera una sociedad de personas descartadas, innecesarias y precarias.
El capital financiero se aprovecha de la pandemia para su propio beneficio al concretar su tendencia a la inseguridad económica de los trabajadores. Millones de personas trabajan en condiciones degradantes, sin protección social y a cambio de una remuneración indecente. Nunca tantos trabajadores estuvieron sin ninguna protección social. La inseguridad económica mantiene una estrecha relación con los riesgos sociolaborales. Hay un proceso generalizado de degradación de las condiciones de trabajo, de pérdida de expectativas profesionales, escasas posibilidades de promoción y un mayor riesgo de accidentalidad laboral.
La pérdida de ingresos ha provocado una explosión de la pobreza. El Índice de Compromiso de Reducción de la Desigualdad (CRI) de Oxfam y Development Finance International muestra que 103 países entraron en la pandemia con al menos uno de cada tres de su fuerza laboral sin derechos laborales y protección social, como prestaciones por enfermedad[1].
Es un modus operandi del capitalismo recrear formas de profundizar la explotación del trabajo humano. Las nuevas tecnologías están diseñadas para responder a los intereses del capital. La pandemia ha acelerado la transición a nuevos sistemas basados en infraestructura de tecnología digital de la Industria 4.0: robotización, Inteligencia Artificial (IA), uberización. Las empresas de plataformas se encuentran entre las más poderosas del mundo.
En las periferias del mundo hay millones de trabajadores expuestos a los efectos perversos de la Industria 4.0. No hay perspectivas de cambio favorables para los trabajadores. No hay preocupación del sistema por mejorar las condiciones económicas de las mayorías trabajadoras. El trabajo indigno y mal pagado de muchos garantiza la riqueza extrema de unos pocos. Cada dólar de beneficio entregado a los accionistas es un dólar que podría haberse utilizado para pagar a los trabajadores un salario justo.
Brasil y el necrocapitalismo
La gente de la clase trabajadora tiene un mayor potencial de enfermedades cardíacas, complicaciones respiratorias, diabetes, hipertensión y otros problemas. En la especificidad histórica concreta de Brasil, es imposible pensar en el proceso de acumulación de capital, las clases populares y sus luchas, sin los determinantes raciales, de género, socio-geográficos y otros. Las desigualdades sociales se han materializado a partir de una especificidad racial y sexual.
La clase trabajadora vive entre el hambre y el virus, lo que demuestra que la letalidad pandémica tiene una clase social. En un año, según el IBGE, el número total de parados creció un 20%. El país cerró 8 millones de puestos de trabajo el 2020. El número de personas desalentadas – personas que dejaron de buscar trabajo – aumentó en un 25% (6 millones). La población activa fuera del mercado de trabajo asciende a 77millones. El empleo en la industria cayó un 11%; 40% dos ocupados están en la informalidad; 32 millones están desempleados o trabajan en condiciones muy precarias; 68 millones de brasileños dependen de la ayuda gubernamental de emergencia.
El escenario es dramático para los jóvenes, las mujeres y los negros. La juventud representa el 28% de la población, está angustiada. Quienes se quedan en paro no tienen forma de adquirir experiencia para ingresar al mercado laboral. Hubo una explosión en el número de jóvenes que ni estudian ni trabajan (“ni-ni”). La proporción de brasileños en esta situación es la más alta en ocho años de investigación del IBGE. A lo largo de 2020, el índice “ni-ni” alcanzó el 30%. En general, los jóvenes estaban restringidos a la informalidad y los trabajos precarios. Las perspectivas son terribles. A medida que los jóvenes envejecen, es más difícil ingresar al mercado laboral. Si es joven, negro y mujer, la situación empeora aún más. El 73% de los parados se declararon negros o pardos.
Antes de la pandemia, en 2019, 14 millones de brasileños vivían en la pobreza extrema y 52 millones en la pobreza. Un año después del inicio de la pandemia, y con la reducción de la ayuda gubernamental de emergencia, aumentó el contingente que vivía en estas condiciones. La tasa de pobreza extrema en 2021 será del 9,1% (20 millones de personas) y la pobreza del 29% – 62 millones de personas (IBGE. Pesquisa Nacional por Amostra de Domicílios Contínua).
Es importante observar el aumento de la pobreza desde una perspectiva de género. La sobrerrepresentación femenina en la pobreza es una de las consecuencias de la desigualdad de género. Las mujeres están más presentes en la economía informal y en ocupaciones mal remuneradas, además de ser las principales responsables de las tareas del hogar y del cuidado de los niños, los ancianos y los enfermos. Las mujeres, especialmente las negras, son más vulnerables a la pobreza, debido al carácter estructural del machismo y el racismo. Después de la pandemia, habrá mayor desigualdad racial, mayor desigualdad de género, mayor desigualdad de ingresos.
Hay toda una generación de trabajadores que nunca accederán a redes de seguridad social, y que nunca tendrán una legislación laboral que los proteja. El gobierno de Bolsonaro está condenando a miles de trabajadores a vivir asfixiados por una vida muy dura y encarcelados por una doble perversidad en el mundo del trabajo, a veces trabajando duro y otras trabajando poco o incluso trabajando, y todo ello en condición de imposibilidad de acceso a derechos.
Nada de esto es de sorprender. Es solo un capítulo más de la producción extensiva de muerte auspiciada por el capitalismo para la eliminación de indeseables del sistema, como ocurre en el exterminio de negros y pobres de la periferia de las grandes ciudades, en el genocidio de los pueblos indígenas, en la destrucción del medio ambiente, así como en la sobreexplotación de la fuerza laboral que excluye y mata.
Segundo Papa Francisco, “el desempleo, la informalidad y la falta de derechos laborales resultan de una previa opción social, de un sistema económico que coloca los beneficios por encima del hombre”[2]. Por tanto, nos enfrentamos a la muerte como una política, como afirma Achille Mbembe[3]. Como se trata de un carácter sistémico de la producción de muerte, quizás sería más apropiado denominarlo de necrocapitalismo. La vida humana solo importa mientras sirva a los propósitos de acumular riqueza, y la pandemia solo abre esa realidad. Los seres humanos son, al mismo tiempo, absolutamente necesarios y totalmente superfluos para el capital.
La sociedad necesita comprender mejor este proceso de devaluación del trabajo como actividad humana vital y sus consecuencias deletéreas para la realización del objetivo civilizador de la fraternidad universal.
¡El trabajo es un derecho humano! El artículo 23 de la Declaración Universal de Derechos Humanos proclama el derecho al trabajo entre los derechos humanos universales e inalienables. La extensión de los mismos derechos de que disfrutan todos sin excepción se basa en dos principios: igualdad y no discriminación. El artículo 1 de la misma Declaración Universal es muy claro: “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.
Sin dudas – dice Papa Francisco en Fratelli tutti, “se trata de otra lógica. Si no se intenta entrar en esa lógica, mis palabras sonarán a fantasía. Pero si se acepta el gran principio de los derechos que brotan del solo hecho de poseer la inalienable dignidad humana, es posible aceptar el desafío de soñar y pensar en otra humanidad. Es posible anhelar un planeta que asegure tierra, techo y trabajo para todos” (FT, 127).
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[1] MARTIN, M. ET AL. (2020). Fighting inequality in the time of COVID-19: The Commitment to Reducing Inequality Index 2020. Oxfam International and Development Finance International (DFI). https://www.oxfam.org/en/research/fighting-inequality-time-Covid-19-commitmentreducing-inequality-index-2020
[2] PAPA FRANCISCO. Discurso al I Encuentro Mundial de los Movimientos Populares: http://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2014/october/documents/papa-francesco_20141028_incontro-mondiale-movimenti-popolari.html, Octubre de 2014.
[3] MBEMBE, Achille. Necropolítica: biopoder, soberania, estado de exceção, política de morte. São Paulo: N-1 edições, 2018.