UNA PREGUNTA PENDIENTE
Si nosotros queremos reflexionar seriamente sobre las demandas de participación de las mujeres en el contexto social que vivimos – político, sanitario, eclesial – tenemos necesariamente que preguntarnos sobre nuestra relación con el feminismo. He dicho “nuestra”, porque creo que el foco más interesante de la pregunta no es el feminismo – o los feminismos, para ser más precisa – sino la manera en que personal e institucionalmente nos hemos comprendido en esta relación.[1]
El tema que nos ocupa ofrece un rostro poliédrico, porque la relación entre el feminismo y el cristianismo es compleja; el feminismo representa la demanda de las mujeres por ser plenamente reconocidas como seres humanos[2] y, en cuanto tales, protagonistas de pleno derecho de la historia humana. El cristianismo, por su parte y como todas las grandes tradiciones religiosas, muestra una tradición que no es lineal a la hora de sostener a diversos grupos humanos en su demanda de reconocimiento de humanidad. Con respecto a ciertos grupos, los indígenas americanos por ejemplo, el cristianismo mostró una agilidad fuera de lo común para argumentar y defender su pertenencia a la humanidad, a partir de la afirmación de su dignidad de Persona[3]. En otros casos, los seres humanos de piel negra por ejemplo, el cristianismo se mostró tan o más lento que cualquier otra tradición de pensamiento en el reconocimiento de su plena humanidad.
En este sentido, nuestra tradición muestra un rostro ambivalente a lo largo de su historia, y ha sido a la vez cómplice y detractor de las mujeres a la hora de fundamentar y vindicar su pertenencia a la humanidad. Podemos citar ejemplos numerosos en uno y otro sentido. Pero no queremos hacer eso, queremos en cambio explorar grietas y tensiones, para comprender si la tradición religiosa que nos acoge y nos une puede reconocer de nuevas y mejores maneras la plena humanidad de las mujeres, especialmente de aquellas que – anónima o públicamente – se reconocen como feministas.
MAYO FEMINISTA – la “toma feminista” en la Casa Central de la Universidad Católica (UC) en Chile.
Hay eventos de los cuales podemos aprender, momentos donde la disputa territorial de las identidades feminista y cristiana acontece en un espacio que nos es familiar y conocido. Uno de ellos tuvo lugar en Mayo del 2018, en Santiago de Chile, cuando la Casa Central de nuestra universidad fue tomada en una acción de organizaciones feministas por alrededor de doscientas alumnas. El contexto era de movilizaciones generalizadas y transversales a lo largo del país.[4] En varios de estos eventos sirvieron como detonante casos de acoso y/o abuso sexual al interior de los campus universitarios, que en general fueron pésimamente gestionados por parte de las autoridades universitarias.
La toma feminista de la UC fue definida por las mujeres que participaron de ella como un “espacio ecuménico”, y para muchas de las estudiantes que participaron marcó un antes y un después en su manera de comprender y vivir la relación entre su identidad creyente y su identidad feminista. En primer lugar, debido a la tensión que se vivió a causa de las álgidas discusiones sobre la legitimidad misma de la toma entre las y los estudiantes. Se llegó incluso a la implementación de una especie de “contra-toma” que reclamaba para sí la identidad católica del movimiento estudiantil. Se habló en esos días de “la polémica del Santísimo”, porque algunos grupos consideraban que era “peligroso” que la hostia consagrada estuviera a merced de estas mujeres.
Pero algo que ha sido poco relevado, en nuestro punto de vista, es que al interior de la toma en Casa Central había mujeres creyentes, estudiantes que participaban de la Pastoral UC, de parroquias, de movimientos. Tempranamente ellas se organizaron – con el absoluto respeto de las estudiantes no religiosas – para resguardar los lugares sagrados, y fijaron turnos para que la Capilla fuera custodiada 24 horas al día. Esas estudiantes se negaron a que “el Santísimo” fuera retirado porque “estaba con ellas”.[5] Hubo también estudiantes que apoyaron anónimamente el movimiento para no verse expuestas en su identidad de católicas.
Quiero llamar la atención sobre la voz de estas mujeres que se apropian de la palabra y del discurso desde su identidad creyente, se comprenden al interior de la tradición y facultadas para interpretarla, y no solo ven coherencia entre las aspiraciones del feminismo y del cristianismo, sino una recíproca necesidad. Las mismas mujeres que han sido educadas religiosamente en esta tradición que afirma que Dios está del lado del pobre, del excluido, del extranjero, de la viuda, del oprimido, se saben acompañadas por su Dios cuando denuncian la injusticia que padecen, y cuando buscan dar sentido – desde su identidad feminista – a un horizonte escatológico de plenitud.
Hubo mucha presión sobre el Rector y su entorno para que ejerciera su derecho a desalojar el campus con el auxilio de la fuerza pública. Muchos hablaron de la “debilidad” del Rector y de su equipo, y otros dijeron sentir “miedo” frente a estas poco más que adolescentes. Yo valoro enormemente que la “toma feminista de la UC” fue la que más rápido se resolvió en comparación a las movilizaciones de otras casas de estudio, la toma terminó sin mediar uso de la fuerza y sin que personas ajenas a nuestra comunidad intervinieran. Contra todas las presiones públicas y privadas, las partes se impusieron a sí mismas el diálogo. Para mí, esa es una auténtica demostración de fuerza.
La toma duró 78 horas, y dio lugar a una serie de compromisos por parte de la UC y a la creación de “mesas de trabajo” para definir una agenda en conjunto. Pero en un nivel distinto, tuvo además como resultado una reflexión sobre quién puede reclamar justamente para sí la identidad católica/cristiana.
UN ASUNTO PENDIENTE ENTRE EL FEMINISMO Y EL CRISTIANISMO
En este contexto, un tema ineludible se refiere a la facultad por parte de las mujeres creyentes de interpretar los textos sagrados y la propia tradición. Mary Beard señala en “Mujeres y poder” (Editorial Crítica, 2018) que desde la Antigüedad la voz de las mujeres fue admitida en la esfera pública, en el ágora, a condición de que su discurso se mantuviera en alguno de dos temas: la defensa o apelación a la piedad para las mismas mujeres, o la defensa de la familia. Lo que no ha sucedido aún, no sucedió en Grecia ni sucede tampoco en el planeta Tierra en el año 2021, es que las mujeres puedan hablar en nombre de la humanidad.
¿Qué significa en la tradición cristiana y católica – en sus instituciones y marcos de referencia social – que las mujeres “tomen la palabra en el nombre de la humanidad”? En el marco de nuestra discusión es importante preguntarnos si las mujeres – en los diversos espacios, niveles y roles – que ocupan al interior de nuestra institución están habilitadas para interpretar su propia tradición, o si solo deben atenerse a las interpretaciones que les son dadas. ¿Pueden las mujeres hablar en nombre del cristianismo, o todavía deben invertir sus energías procurando ser escuchadas por él?
En este sentido, no me interesa a priori tomar partido y decir cuáles estudiantes representaban mejor la tradición cristiana – las de la toma o las de la contra toma -, me interesa en cambio la existencia de espacios donde serenamente ellas puedan hacerse preguntas desde y con su tradición religiosa de pertenencia, elaborar argumentos y verificarlos en las fuentes bíblicas, magisteriales y teológicas y, si es el caso, compartirlos comunitariamente.
Es de notar que en el 1993 la Comisión Teológica Internacional, en el documento “La Interpretación de la Biblia en la Iglesia” se refirió al “acercamiento feminista”. La CTI lo comprende como un “enfoque contextual” nacido a fines del s. xix en EEUU y reconoce “tres formas principales de la hermenéutica bíblica feminista: la forma radical, la forma neo-ortodoxa, y la forma crítica”. El documento reconoce que “numerosas aportaciones positivas provienen de la exégesis feminista”, y razonablemente advierte acerca de los peligros de fundamentar la exégesis bíblica desde posiciones tomadas previamente (algo que probablemente los moralistas entendemos mejor que todo el resto). Se admite que a menudo la exégesis feminista suscita cuestiones en el ámbito del ejercicio del poder en la Iglesia, y advierte sobre el imperativo de no olvidar el planteamiento evangélico sobre el poder.
En relación a la interpretación de la propia Tradición, el Concilio Vaticano II nos recuerda que algo esencial del cristianismo tiene que ver con anunciar el Evangelio en un determinado tiempo y lugar, en una historia, y que se debe atender al necesario “aggiornamento”. El feminismo es uno de los rostros del tiempo presente, ha sido fuente de dignidad y esperanza para muchos seres humanos, y necesita de interlocutores para ser discernido y verificado. Por otra parte, dado que la pertenencia religiosa es una identidad tan relevante en la vida de tantas mujeres, me parece un terreno especialmente fértil y atractivo para explorar la versatilidad y disposición de las teorías feministas a alimentar la autocomprensión de todas las mujeres, en su enorme diversidad y complejidad.
El resultado de este camino depende – al menos en un 48% – de que los varones sean capaces de mirarse a sí mismos, mirar sus masculinidades y discernir algo así como “la identidad no patriarcal del varón cristiano”.[6] La reflexión que está empujando el feminismo – también en la voz de las teologías feministas – les necesita, pues hay preguntas que solo ellos pueden responder: ¿cuál es su paradigma de masculinidad? ¿cómo emerge dicho paradigma en la espiritualidad que cultivan, en los textos que escriben, en la imagen de Dios que les es más querida? ¿Podrían contribuir, desde su identidad de varones, en este debate? ¿O prefieren asumir su tradición acríticamente en este terreno? Hacer y hacerse estas preguntas es fomentar el diálogo entre el feminismo y el cristianismo.
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[1] Es importante hacer notar, en este sentido, la progresiva y creciente comprensión del feminismo como un asunto de justicia global. Diversos autores, tales como Amartya Sen y Adela Cortina, han reflexionado sobre el impacto multiplicador que tienen las políticas públicas focalizadas en mejorar la calidad de vida de las mujeres. Es indiscutible, asimismo, la repercusión que estos y otros autores han tenido en la comprensión del desarrollo. Cf. https://www.cepal.org/es/comunicados/cepal-onu-mujeres-sistemas-integrales-cuidados-son-clave-la-recuperacion-socioeconomica
[2] Tal como lo formuló hace ya muchos años E. Schussler Fiorenza. En esa misma línea interpretativa se han comprendido a sí mismas autoras de la filosofía moral contemporánea tales como: Nancy Fraser, Martha Nussbaum, Eva Kittay, Lisa Cahill, etc.
En el ámbito teológico me parece importante relevar el pensamiento de teólogas que comprenden su identidad feminista como una consecuencia natural de su identidad cristiana. Cf. M.P. Aquino, “Teología y mujer en América Latina” Diakonia XXV-97 (2001): 22. Pilar Aquino reconoce lo que está detrás de las teologías feministas, esto es: la comprensión de que la teología debe incorporar en su construcción el propósito liberador de Dios para la creación y el ser humano, que no es otro sino la plenitud de vida (Jn.10,10). En el mismo sentido se expresan V. Azcuy, M. Mazzini, N. Raimondo. Antología de Textos, p. 600.
[3] Galindo Garcia, A. (2007). “La ética social en los Novohispanos” en El pensamiento hispánico en América: siglos XVI-XX, págs. 571-598. Salamanca. Editora Universidad Pontificia de Salamanca.
[4] https://radio.uchile.cl/2018/05/05/feminismo-en-toma-por-que-las-mujeres-estan-paralizando-las-universidades/
[5] https://kilometrocero.cl/entrevistamos-a-una-participante-de-la-toma-del-67-y-a-una-vocera-de-la-toma-feminista-de-2018-f9162858312
[6] Es posible encontrar un rastro de esta intuición, o al menos de esta necesidad, en el Documento de Aparecida, 459 y ss.