LA VISITA DEL PAPA FRANCISCO A MÉXICO:
UN VIRAJE ALENTADOR PARA LA ÉTICA
(POR MIGUEL ÁNGEL SÁNCHEZ)
Hasta donde es posible hacer una medición muy local y empírica, el Papa Francisco “ha caído muy bien” en México, tanto en los ambientes familiares y populares, como en no pocos sectores de la opinión pública. La mayoría de los analistas, aun críticos detractores eclesiásticos, reconocen en él a una persona sencilla y que a su criterio es “mucho mejor Papa que la mayoría de sus antecesores y menos reaccionario que ellos”.
Aunque algunos esperaban que el Papa tratara de manera precisa temas de la problemática social mexicana urgente (los 43 jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa, los feminicidios en Juárez y Ecatepec y la pederastia clerical, por citar algunos) éstos fueron abordados de manera general, dando lugar a la discusión amplia. Respecto de estos temas también se circularon comentarios en el sentido de que “no esperemos que el Papa venga a decirnos cosas que ya sabemos, para que entonces las hagamos nosotros” o “a nosotros nos toca traducir el mensaje y hacerlo práctica”, etc.
Ahora bien, con respecto al área de la moral y de la ética, el Papa dejó muy clara su intención de hacer un cambio de perspectiva: no abordó los temas de la moral personal (aborto, defensa de la vida, sexualidad), tan trillados de forma combativa por sus antecesores sino que se centró en problemas concretos de la moral social, a decir de algunos analistas “poniendo el dedo en la llaga de los grandes problemas nacionales”. Pero nos parece que hay algo más de fondo en esta reubicación, y es la perspectiva eclesial muy clara de la opción preferencial por los pobres, y esto lo manifestó tanto de forma verbal como simbólica.
A nivel verbal, en su discurso ante los grupos de poder político y económico, hizo una fuerte crítica a la situación del país y a los criterios hegemónicos, tanto personales como estructurales de quienes dominan. Dijo: “Esta realidad (la de un país mayoritariamente joven) nos lleva inevitablemente a reflexionar sobre la propia responsabilidad a la hora de construir el México que queremos, el México que deseamos legar a las generaciones venideras. También, a darnos cuenta de que un futuro esperanzador se forja en un presente de hombres y mujeres justos, honestos, capaces de empeñarse en el bien común, este «bien común» que en este siglo XXI no goza de buen mercado”[1]. La experiencia nos demuestra que, “cada vez que buscamos el camino del privilegio o beneficio de unos pocos en detrimento del bien de todos, tarde o temprano, la vida en sociedad se vuelve un terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión de las culturas diferentes, la violencia e incluso el tráfico de personas, el secuestro y la muerte, causando sufrimiento y frenando el desarrollo”[2].
En el mismo nivel verbal, el Papa propuso a los obispos mexicanos un cambio de visión y de lugar social. Señaló: “Vigilen para que sus miradas no se cubran de las penumbras de la niebla de la mundanidad; no se dejen corromper por el materialismo trivial ni por las ilusiones seductoras de los acuerdos debajo de la mesa; no pongan su confianza en los «carros y caballos» de los faraones actuales, porque nuestra fuerza es la «columna de fuego» que rompe dividiendo en dos las marejadas del mar, sin hacer grande rumor (cf. Ex 14,24-25)”. “No se necesitan «príncipes», sino una comunidad de testigos del Señor”[3].
A esta reubicación eclesial corresponde una actitud diferente: “Reclínense pues, hermanos, con delicadeza y respeto, sobre el alma profunda de su gente, desciendan con atención y descifren su misterioso rostro” [4].
Más aún, esto implica un cambio radical en la forma de comprender la misión eclesial: “Solamente una valerosa conversión pastoral –y subrayo conversión pastoral– de nuestras comunidades puede buscar, generar y nutrir a los actuales discípulos de Jesús” [5].
Esta conversión pastoral implica una nueva forma de ser Iglesia, de ser templo, de ser parroquia: una iglesia de casas, de vecinos, entre los pobres: “La Iglesia, cuando se congrega en una majestuosa Catedral, no podrá hacer menos que comprenderse como una «casita» en la cual sus hijos pueden sentirse a su propio gusto. Delante de Dios sólo se permanece si se es pequeño, si se es huérfano, si se es mendicante. El protagonista de la historia de salvación es el mendigo”. “Por tanto, es necesario para nosotros, pastores, superar la tentación de la distancia –y dejo a cada uno de ustedes que haga el catálogo de las distancias que pueden existir en esta Conferencia Episcopal; no las conozco, pero superar la tentación de la distancia– y del clericalismo, de la frialdad y de la indiferencia, del comportamiento triunfal y de la autoreferencialidad. Guadalupe (la Virgen) nos enseña que Dios es familiar, cercano, en su rostro, que la proximidad y la condescendencia, ese agacharse y acercarse, pueden más que la fuerza, que cualquier tipo de fuerza” [6].
Pero esta conversión pastoral entre los pobres debe ser eficaz y, por tanto, valiente, en el contexto mexicano de tanta violencia: “La proporción del fenómeno (del narcotráfico y todo lo que conlleva), la complejidad de sus causas, la inmensidad de su extensión, como metástasis que devora, la gravedad de la violencia que disgrega y sus trastornadas conexiones, no nos consienten a nosotros, Pastores de la Iglesia, a refugiarnos en condenas genéricas –formas de nominalismo– sino que exigen un coraje profético y un serio y cualificado proyecto pastoral para contribuir, gradualmente, a entretejer aquella delicada red humana, sin la cual todos seríamos desde el inicio derrotados por tal insidiosa amenaza. Sólo comenzando por las familias; acercándonos y abrazando a la periferia humana y existencial de los territorios desolados de nuestras ciudades; involucrando las comunidades parroquiales, las escuelas, las instituciones comunitarias, la comunidades políticas, las estructuras de seguridad; sólo así se podrá liberar totalmente de las aguas en las cuales lamentablemente se ahogan tantas vidas, sea la vida de quien muere como víctima, sea la de quien delante de Dios tendrá siempre las manos manchadas de sangre, aunque tenga los bolsillos llenos de dinero sórdido y la conciencia anestesiada” [7].
En el mismo tono verbal se dirigió a los sacerdotes, religiosos y religiosas en Morelia, Michoacán, pidiéndoles no caer en la resignación: “Creo que la podríamos resumir (la tentación) con una sola palabra: resignación. Y Frente a esta realidad nos puede ganar una de las armas preferidas del demonio, la resignación. «¿Y qué le vas a hacer? La vida es así». Una resignación que nos paraliza, una resignación que nos impide no sólo caminar, sino también hacer camino; una resignación que no sólo nos atemoriza, sino que nos atrinchera en nuestras «sacristías» y aparentes seguridades; una resignación que no sólo nos impide anunciar, sino que nos impide alabar, nos quita la alegría, el gozo de la alabanza. Una resignación que no sólo nos impide proyectar, sino que nos frena para arriesgar y transformar” [8].
Finalmente, habló de una forma simbólica y, por tanto, muy profunda, al arrodillarse para hacer oración ante la tumba de “Tatic” Samuel Ruiz, el obispo de los indígenas y de los pobres, rehabilitando para toda la Iglesia su labor y sus enseñanzas. Este gesto tiene un significado que es necesario escudriñar con calma para valorarlo en toda su importancia; recordemos que Don Samuel fue un obispo estigmatizado y demonizado en su pastoral y en su pensamiento por los altos poderes hegemónicos políticos, económicos y eclesiásticos de México, aún vigentes.
Los diversos aspectos que trató el Papa en relación a esta ética social son dignos de analizar con detenimiento. Baste ahora con preguntarnos: ¿Estamos como Iglesia mexicana en condiciones de realizar esta reubicación eclesial y ética? ¿Qué nos paraliza o estorba? ¿Qué está en nuestras manos potenciar?