“Hoy, la pastoral familiar debe ser fundamentalmente misionera, en salida, en cercanía”
Exhortación Apostólica Amoris Laetitia, 230
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En las siguientes páginas desarrollaré dos breves apartados que tienen como objetivo servir como punto de partida a nuestra conversación, se trata de tres claves de lectura que – en mi opinión – dan cuenta de una espiritualidad familiar “en salida” en el magisterio de Francisco. Se trata de ideas todavía en barbecho, que de ninguna manera cierran la forma y el fondo de nuestra pregunta.
1. La idea de las “semillas del Verbo” está en el corazón del mensaje evangélico. Es cierto que su formulación sistemática responde al periodo patrístico, pero se podría decir que está presente ya en los evangelios cuando un airado Jesús responde diciendo que “de las piedras Él puede sacar hijos de Israel” (Mt. 3,9). Cuando Jesús dice eso, entre otras cosas, hace un ejercicio de hermenéutica jurídica, pues despliega una interpretación de las normas que intencionadamente muestra que para cumplirlas hay que ir más allá de su tenor literal. Dicho de otra manera, la afirmación de Jesús trae a colación la distinción entre la letra y el espíritu de la norma, que en la ética cristiana sirve de base a principios tan importantes como la epikeia y, en general, aquellos criterios que aluden a la ley como instrumento pedagógico, cuya finalidad trasciende el sentido jurídico. En segundo lugar, con este grito Jesús lanza una piedra en el lago de la cultura, provocando que algunos círculos concéntricos de la onda expansiva se desplacen un poco más afuera de lo que hasta ahora se había dado por supuesto.
Todavía en los evangelios, vale la pena recordar también el episodio en que llegan donde Jesús unos discípulos a decirle que sorprendieron a alguien expulsando demonios en Su nombre, y le dicen con preocupación que han tratado de impedirlo, porque “no es de los nuestros”. Jesús responde tranquilizando a los suyos porque “el que no está contra vosotros está con vosotros” (Lc.9, 49-50), reconociendo de algún modo que Sus semillas están – ya en ese momento – más allá de la frontera que sus discípulos quieren fijar. Es de notar que, en este caso, el criterio de discernimiento está dado por los frutos: cuando hay signos de bondad, de justicia, de progreso hacia una vida mejor y más plena, no son pertinentes las rígidas fronteras de pertenencia de un grupo social ni religioso, y hay algo que vale mucho más de por medio. En el fondo, son esos “elementos de santidad y verdad” de los que hablará veinte siglos más tarde Lumen Gentium 8, al sentar las bases de la perspectiva católica en ámbito ecuménico.
Este movimiento expansivo se repetirá en momentos clave de la historia del cristianismo: explícitamente en la formulación de Justino, mediante la cual la potencia salvífica de Cristo resucitado supera las barreras del espacio-tiempo para tocar con su brazo a los justos de toda la historia; más tarde en la toma de posición de la comunidad cristiana primitiva que resuelve que no hace falta ser judío para ser cristiano; ya en el siglo xx el Vaticano ii sentó las bases del diálogo interreligioso reconociendo que fuera de las fronteras visibles del cristianismo podemos efectivamente encontrar elementos de él. Por último, nuestra tesis, es que este movimiento mediante el cual extendemos nuestra propia comprensión del cristianismo – pero también de la realidad que vivimos y de las prácticas que desplegamos – está en la raíz de la idea de espiritualidad de Francisco, tanto en Evangelii Gaudium como en Amoris Laetitia.
Estas dos notas – la hermenéutica jurídica y la ampliación de los círculos culturales de pertenencia – están en el corazón de lo que aquí nos interesa, es decir: la espiritualidad “en salida” de Francisco, y la proyección de esa espiritualidad en la esfera precisa de la familia. En EG aparece mediante metáforas que hablan de ‘viaje’, de ‘itinerancia’ (EG 23), de un discipulado marcado a fuego por la idea de un anuncio que no admite fronteras de ningún tipo. Al mismo tiempo, explica Francisco que una espiritualidad “en salida” puede ser también dicha como una espiritualidad de “puertas abiertas” (EG 46) – de nuevo la noción de límite, frontera – que no necesariamente vive en el ansia de anunciar sino que también es capaz simplemente de abrir las puertas que habían estado cerradas y contemplar, esperar, escuchar. Las fronteras se ensanchan no solo mediante una acción voluntaria del agente, sino también abriendo las puertas y dejando que “el otro” habite nuestro territorio con su particular modo de ser, con las sorpresas que trae consigo desde “fuera”, con lo que su mirada nos hace descubrir de nosotros mismos. Las fronteras, entonces, se desplazan naturalmente cuando al “abrir las puertas” aparecen las semillas del Evangelio en los supuestamente alejados.
Esta idea, de una espiritualidad marcada por la presencia, por una forma de estar, complementa la irrenunciable dimensión de una espiritualidad evangelizadora marcada por la acción de salir al encuentro, de habitar las periferias y de ir a comunicar activamente “lo que hemos visto y oído”.
Ideas semejantes abundan, a su vez, en AL, que insistiendo en la necesidad del anuncio del modelo de matrimonio y familia cristiano, paralelamente recuerda con insistencia que nuestra visión del amor humano debe alimentarse de la experiencia vasta y múltiple de las familias que, día a día, intentan con más o menos éxito, cuidar el don del amor: “A partir de las reflexiones sinodales no queda un estereotipo de la familia ideal, sino un interpelante «collage» formado por tantas realidades diferentes, colmadas de gozos, dramas y sueños. (…) En todas las situaciones, «la Iglesia siente la necesidad de decir una palabra de verdad y de esperanza […] Los grandes valores del matrimonio y de la familia cristiana corresponden a la búsqueda que impregna la existencia humana»” (AL 57)
La definición identitaria – individual y personal – consiste en un continuo proceso de apertura y replegamiento; apertura para enriquecer, contrastar e incluir, y replegamiento para definir. En la visión de Francisco el tiempo presente es el momento de la apertura, también en lo que se refiere a la espiritualidad familiar. Podría parecer paradojal que, por una parte, Francisco afirme que la familia “atraviesa una crisis cultural profunda” (EG 66) y, al mismo tiempo que “es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado —que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno— se pueda vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y también se pueda crecer en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la Iglesia.” (AL 305), sin embargo, estas afirmaciones adquieren coherencia al comprender que lo que Francisco hace – apoyándose en el trabajo sinodal, por cierto – es caminar hacia una nueva comprensión de la identidad de la familia cristiana. Esta nueva comprensión será dada por una reflexión/contemplación del modo de proceder, por un cierto estilo de vivir los valores cristianos al interno de una comunidad familiar que no necesariamente posee las características formales de una familia sacramentalmente constituida. Dicho de otra manera: ¿qué es lo que define a una familia cristiana? No es sólo el matrimonio sacramental o la conformación de sus miembros, sino un determinado estilo de vivir: la manera en que esta ‘familia’ celebra sus alegrías, soporta sus dolores, y vive su cotidianeidad en relaciones de cuidado y amor recíproco, de cara a la comunidad.
Se trata, como siempre en sede católica, de un movimiento que marca al mismo tiempo continuidad y renovación: continuidad porque seguimos siendo fieles a los bienes humanos y divinos que deseamos custodiar, y renovación porque paulatinamente vamos comprendiendo nuevas formas en que el Evangelio se plasma en la historia.
2. El principio de la dignidad humana recorre la historia de la cultura, así como también la historia de la DSI. Hace muy poco celebramos los setenta años de la Declaración Universal de Derechos Humanos, y vale la pena preguntarnos por las relaciones entre este hito de la conciencia occidental y la comprensión antropológica cristiana. En este sentido, la dignidad del cristiano es, ante todo, creatural, su dignidad es dignidad filial, es poder ser hijo en el Hijo, y en definitiva, poder responder libremente a ese acto primero de amor. Cuando Francisco habla de los males que padecen los seres humanos en las ciudades, afirma: “La proclamación del Evangelio será una base para restaurar la dignidad de la vida humana” (75); la noción moral de la dignidad humana es, entonces, un criterio para verificar la eficacia del anuncio evangélico. En efecto, “(…) tanto el anuncio como la experiencia cristiana tienden a provocar consecuencias sociales”, y entre esas consecuencias aparecen la fraternidad, la justicia, la paz, y la dignidad, (EG 180).
J. Habermas reconoce aquí un aporte del cristianismo al concepto de dignidad de la persona en Occidente: “Un ejemplo de esta apropiación que salva el contenido original sería la traducción del hecho que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios al concepto de igual y absoluta dignidad de todas las personas”.[1]
En este sentido debe ser leído el 37 de la Exhortación AL, que afirma “Estamos llamados a formar las conciencias, pero no a pretender sustituirlas.” Esta afirmación está en linea de continuidad con la comprensión de Gaudium et Spes acerca de la relación entre conciencia y ley, la aspiración de que ambos interlocutores sean imprescindibles en un diálogo horizontal que está al centro de la vida moral del creyente. En este mismo sentido, el protagonismo de la conciencia moral apela y pone en juego – a su vez – el principio de la dignidad humana – imagen y semejanza, que en virtud del contexto en que se lleva a cabo, resulta también una clave de comprensión de la conciencia de la pareja, de los esposos y de la familia.
En épocas más recientes, comenzamos a comprender que es necesario dar a este principio de la dignidad un contenido que pueda ser vinculado a la materialidad de la existencia corporal. No es suficiente hablar de la dignidad humana desde un punto de apoyo abstracto, por muy seguro que sea en un sentido metafísico. La dignidad del cuerpo, entonces, puede ayudarnos a ver a los seres humanos singulares: los niños, las mujeres, los ancianos, y en general, todos quienes durante la historia han debido justificar su humanidad. En este sentido avanza correctamente AL en numerosos pasajes referidos, principalmente, a los niños, los ancianos y las mujeres.
[1] Cfr. J. Habermas, J. Ratzinger, Entre razón y religión. Dialéctica de la secularización (Fondo de Cultura Económica, Mexico 2008), 28.