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¿Qué posibilidades tenemos, como latinoamericanos, de convertir la pandemia en una oportunidad?

Una toma de conciencia

Recuerdo los años ochenta, años de dictadura y pobreza, cuando el pueblo latinoamericano tomó conciencia de la paradoja que representaba el hecho de ser el continente más católico y, al mismo tiempo, el más injusto y desigual. Recuerdo la primera vez que escuché decir que Latinoamérica se caracterizaba, en su política económica, por tener “ingreso europeo y distribución africana”. Eran también los años en que algunas naciones de América Latina figuraban entre los países más ricos del mundo.

Era también la época de las Comunidades Eclesiales de Base, que dieron origen a una épica eclesial – diría yo – en virtud de la cual muchos sintieron que el poder del conocimiento religioso podía ser gestionado de una manera más horizontal y democrática o, dicho en términos católicos, de una manera más sinodal. El Episcopado latinoamericano hizo eco de esta sensibilidad y en sus Conferencias plasmó una toma de conciencia nunca antes vista en la jerarquía eclesial sobre la injusticia social. La Teología de la Liberación por su parte puso las bases filosóficas y teológicas para mirar con nuevos ojos a los pobres, para reconocerlos como protagonistas de su propia historia y legítimos intérpretes de su tradición religiosa.

Muchos países latinoamericanos vivieron luego algunas décadas de estabilidad, habiendo recuperado – al menos formalmente – sus democracias, y mejorando significativamente sus índices en ámbitos tales como: alfabetización, desnutrición infantil, empleo e infraestructura. Durante algunos años el crecimiento de nuestros países fue estable, nuestra población pudo acceder a bienes y servicios que para nuestros abuelos habrían sido un sueño, y en muchas familias hubo por primera vez un integrante con grado académico universitario. En algún lugar de nosotros mismos nos preguntábamos hasta cuándo sería posible avanzar de esta manera, hasta cuando resistiríamos sin que el fantasma del colonialismo y del caudillismo, que han sido descritos tanto en textos de sociología como en las novelas del Boom, nos atraparan nuevamente en este ciclo de eterno retorno.

Queda abierta la pregunta acerca de la autenticidad de este desarrollo que vivimos, porque muchas veces estuvo acompañado por niveles altos de corrupción en el aparato público, sobreendeudamiento y escaso avance en materias de Derechos Humanos. Las promesas de progreso muchas veces quedaron a medio camino, no solo a causa de las faltas éticas de los que ejercían el poder, sino también a causa de sistemas sociales sin una mirada de futuro.

Volver a las fuentes de nuestra tradición y verificar el ejercicio del poder

Hoy, pasado un semestre desde la llegada de la pandemia del Covid-19 a nuestro continente, nos hemos convertido en uno de los epicentros de la crisis sanitaria. Nuestros gobiernos no han mostrado estrategias ni siquiera medianamente exitosas frente a un virus que ha vuelto a poner de manifiesto nuestra debilidad estructural a la hora de hacer frente a desafíos cuya resolución depende directamente de la gobernanza social y política. No me refiero simplemente al número de contagios – y muertos – per cápita, sino a las cifras de desempleo, deserción escolar, carga laboral de las mujeres en el hogar y efectos en la salud mental. La Cepal ha reconocido que América Latina puede experimentar un retroceso de treinta años en sus estándares de seguridad social.

¿Es posible salir de esta crisis fortalecidos, es posible que paralelamente a los efectos negativos podamos encontrar brechas para una nueva comprensión de la justicia que redunde en beneficios y signos de esperanza? ¿Estamos acaso condenados, como continente, a la cíclica derrota en el camino hacia el desarrollo y hacia la plena inclusión de los y las ciudadanas de nuestra comunidad política?

La DSI nos enseñó hace mucho tiempo que el desarrollo sólo es auténtico cuando alcanza todo el ser humano, y todos los seres humanos. Desde Populorum Progresio hasta Laudato Sí, observamos un arco coherente que despliega una denuncia profética de la desigualdad y la necesidad de identificar soluciones globales. Pero antes de que hayamos podido dar por alcanzado ese horizonte ha aparecido otro, esto es, la crisis ambiental que ha dejado a la intemperie a muchísimas comunidades a lo largo de nuestro continente, especialmente a los pueblos originarios cuya supervivencia, muchas veces está directamente asociada a su hábitat natural.

Creo que no es ingenuo imaginar que – como continente – podemos descubrir, en medio de este tiempo lleno de dificultades, motivos para luchar y esperar. Una de estas brechas es la que tiene que ver con el desafío de la gobernanza y de la probidad en el ejercicio del poder. Las crisis de abusos sexuales que desde hace diez años nos vienen azotando como institución nos han enseñado que el ejercicio del poder debe ser fiscalizado, controlado, vigilado, y hemos perdido una buena cuota de ingenuidad de frente a discursos pueriles que muchas veces usaron la idea del “poder como servicio” en función de intereses ilegítimos. Nos hemos vuelto escépticos y críticos, y eso nos ha servido mucho en estos meses de crisis sanitaria, pues nos ha impulsado a cuestionar las cifras que nos entregan, a exigir transparencia, a impulsar equipos plurales y multidisciplinarios que tengan voz y voto a la hora de gestionar estrategias y decisiones. Hemos aprendido que tenemos el deber de cuestionar y fiscalizar a nuestros líderes y representantes, y que eso no es una señal de desconfianza ni sedición, sino la expresión de un compromiso coherente como ciudadanía en la construcción del bien común.

Reformular la idea de los pobres a partir de nuevos rostros

Asociada al tema anterior, podemos mencionar como un gran signo de esperanza en medio de la crisis que vivimos, la creciente sensibilidad sobre los efectos de la pandemia en los más invisibles; los ancianos, las mujeres y los niños. Muchas voces se han elevado para recordar que los viejos no son simplemente descartables, que no nos sirve de consuelo imaginar que ellos ya vivieron y que su muerte importa menos que la de los jóvenes, porque en ellos se encuentra la raíz de la sabiduría que compartimos como civilización y que cada vida perdida representa una pérdida irreversible. Valoro también las voces que han llamado la atención sobre la infantilización que padecen los adultos mayores por parte de las políticas públicas, y sobre el pobre imaginario que rodea en muchas sociedades la experiencia de la vejez. Es muy importante reconocer que la vejez es una etapa de la vida que se ha ido alargando y que presenta sus propios desafíos y aprendizajes y que, sobre todo, puede ser fascinante. Sobre este tema en particular me permito recomendar el volumen Envejecer con sentido, de la filósofa Martha C. Nussbaum, que sin ninguna condescendencia nos abre perspectivas muy estimulantes para pensar la vejez.

Las mujeres por su parte, una vez más, han asumido veloz y eficazmente el cuidado de los niños y las labores domésticas, han duplicado o triplicado sus jornadas de trabajo, han comenzado a pagar ya los costos de no poder dedicarse como antes al trabajo que ejercen remuneradamente y, sin ir más lejos, han estado sometidas durante estos meses de cuarentena a índices de violencia de género muy superiores a los habituales. Es vital que la indignación y compasión que se ha expresado globalmente con relación a la realidad de las mujeres se traduzca en la creación de políticas públicas que morigeren los efectos negativos de la pandemia pero, más urgente aún, es desplegar un discurso muchísimo más exigente sobre la respuesta de las instituciones a la violencia sistémica que ellas padecen, en los diversos ámbitos en que despliegan sus vidas.

El desarrollo es también tecnológico

Por último, la pandemia nos ha obligado a mirar de frente la revolución digital en curso, nuestra forma de enseñar y de aprender está cambiando para siempre. Todos aquellos que practicamos la docencia hemos debido familiarizarnos apresuradamente con plataformas, softwares y programas que antes, quizás, mirábamos desde lejos como artilugios de las nuevas generaciones. Debemos identificar las brechas digitales y trabajar para superarlas, la superación de estas brechas puede tener un impacto enorme en el acceso a la información, en la alfabetización, en la inclusión de las personas con discapacidad y, en definitiva, en la manera en que creamos y transmitimos el conocimiento.

Necesitamos reflexionar, nombrar y discernir esta revolución digital, para comprender lo que de ella nos ayuda y lo que no, para elegir libremente la gestión que de ella haremos, y para ponerla al servicio de todos, especialmente de quienes llevan mucho tiempo esperando los beneficios del desarrollo. Esta tarea debe ser llevada a cabo en paralelo con una alfabetización tecnológica pensada en función de los bienes humanos que queremos proteger, poniendo las preguntas adecuadas y fomentando siempre una mirada crítica.

Conclusión

En resumen, podemos imaginar un futuro que a partir de esta dura experiencia de la pandemia del Covid-19, y es posible que este momento sea una gran oportunidad para mirar nuestra historia y recuperar aquellas intuiciones fundamentales que como Continente hemos ido descubriendo sobre la justicia y el desarrollo. Podemos volver a preguntarnos sobre el significado de la solidaridad, y exigir/nos nuevos estándares de gobernanza, reconocimiento e inclusión.

Nuestras convicciones como cristianos latinoamericanos son una buena base para ser interlocutores vigentes, activos y fructíferos a la hora de responder a los nuevos dilemas que, como humanidad vamos descubriendo, especialmente en los casos que hemos mencionado.