“Quien no conoce el bosque chileno, no conoce este planeta”[1]
por Claudia Leal Luna
En diversos pasajes, tanto de su prosa como de su poesía, Pablo Neruda describe la opulencia del bosque chileno, la manera en que su silencio vivo y significante permea nuestra identidad cultural, y cómo su presencia ha delineado nuestra historia como pueblo, personal y colectivamente. “Bajo los bosques, junto a los ríos, todo le habla al ser humano” – constata el poeta en el volumen autobiográfico Confieso que he vivido – en el cual se explaya sobre su infancia en la Araucanía, acompañado de la lluvia y los árboles. Nunca desaparecerán de su vida estas imágenes, en sus viajes busca los bosques, y cuando escribe vuelve a ellos para hablar de casi todo, de la fuerza terrestre y de lo ignoto, de la ternura y del amor cósmico.
Ya consagrado y convertido en una celebridad, recuerda con su amigo Rafael Alberti paseos en común a la sombra de bosques milenarios donde “cada ramaje se diferenciaba de otro”, donde “las hojas parecían competir en la infinita variedad del estilo”. No creo exagerar si digo que muchos hombres y mujeres de este rincón del mundo, que apenas salidos de la adolescencia debimos abandonar la vida de provincia para estudiar y trabajar en la capital, imaginamos nuestra vida del mismo modo que Pablo, cuando dice: “Mi vida es una larga peregrinación que siempre da vueltas, que siempre retorna al bosque austral, a la selva perdida”.
En este escenario – que además de territorial es cultural y espiritual – y que he intentado sucintamente describir, algo ha sucedido, algo que no terminamos de entender y cuya solución – si es que la hay – tomará el tiempo de dos o tres generaciones a las cuales tendremos que pedir humildemente perdón. Como muchos de ustedes ya sabrán, el verano que acaba de terminar en Chile quedará marcado para siempre como aquel en que vimos quemarse – en un porcentaje que ronda el 50% – los bosques de la zona central de nuestro país; son unas 500.000 hectáreas de plantaciones nativas o cultivadas las que en cuestión de pocas semanas fueron arrasadas, pero también más de 3.000 casas quemadas, y once personas muertas luchando contra el fuego.
Nubes tóxicas se instalaron en nuestras ciudades y pueblos enteros no podían irse a dormir sin pensar que tal vez el fuego podría llegar a acercarse demasiado. No hemos tenido siquiera el tiempo de pensar en los miles de animales que murieron y el impacto que eso podrá tener en nuestra diversidad biológica y ecosistemas. Es verdad que nuestra naturaleza es telúrica, y que terremotos y volcanes nos han habituado – psicológicamente, al menos – a los desastres y a todo lo que ellos implican, vulnerabilidad y reconstrucción son datos de la causa en nuestras vidas, pero esto es distinto.
Las razones de esta penosa catástrofe son diversas y de muy distinto tenor; ellas van desde las condiciones climáticas adversas (consecutivas olas de calor y fuertes vientos muy poco habituales en estas latitudes), las sequías continuas y prolongadas de los últimos años que han sometido a nuestros bosques a un alto stress hídrico, hasta la increíblemente precaria preparación política y estratégica que tenemos todavía para eventos de este calibre, pasando – me avergüenza decirlo – por casos donde en el origen del fuego hubo intencionalidad deliberada, cuestión todavía por indagar judicial y socialmente.
La verdad es que ya hemos dejado de hablar del tema, ha dejado de ser urgente y en un año electoral estamos bien distraídos en muchas otras cosas, las siluetas de los árboles muertos en medio del humo han desaparecido de los noticiarios de la televisión y de las conversaciones de la radio, pero queda la certidumbre fantasmal de que nuestros hijos no verán los bosques que desaparecieron, los mismos que nosotros recorrimos tantas veces, no sentirán bajo sus pies la fuerza maternal de sus raíces gruesas, ni sobre sus cabezas la sombra fresca y ligera que humedece la fatiga abrasadora, y que quizás, solo con mucho trabajo y algo de fortuna, nuestros nietos podrán hacerlo, quizás…
Las bases de la justicia intergeneracional de una sociedad se ponen a prueba, de la manera más crítica y sensible, de frente al desafío del desarrollo sustentable y del fomento de una cultura de respeto a todos los seres vivientes, no solo porque en esta comprensión de la vida y en su puesta en práctica está en juego la supervivencia de la especie humana, sino porque esa supervivencia necesita del sentido que esos seres nos proveen.
Lo importante no es solo asegurar la preservación de la vida, cuestión que ya representa un enorme reto, sino gestionar delicada e inteligentemente las fuentes de significado que deseamos heredar a nuestros hijos y aquellos que les sucederán, especialmente los discursos relativos a las relaciones de los seres vivos entre sí y con su Creador. Tendremos que repetir muchas veces hasta llegar a comprender de verdad, junto con el Papa Francisco, que la crisis ecológica no está aislada de las demás: la espiritual, la ética, la económica, entre varias otras que conforman una sola experiencia global de crisis (Laudato Si, 139), cuya salida está mediada, en último término, por la posibilidad de un diálogo sobre la justicia y la dignidad.
Autores como Erich Fromm y Hans Jonas, entre otros, nos han ayudado a reflexionar sobre la madurez moral, y ambos coinciden en que el horizonte ético más alto está dado por pensar activa y amorosamente en quienes no vemos, en aquellos a quienes ni siquiera podemos aspirar a conocer. Pienso que ya estamos trabajando en esto y que hay buenas expectativas; trabajo en un campus universitario donde cada día circulan 14.000 personas y las iniciativas de reciclaje y vida saludable están a la orden del día.
Hoy me pregunto, sin embargo, si podremos cultivar de la manera más seria esta virtud, la de la generatividad, no solo respecto de los niños que tras unos pocos siglos caminarán por nuestras calles, sino también a propósito de los bosques que están por venir, espero que sí.
[1] Pablo Neruda en Confieso que he vivido.