“Habrá juicio sin misericordia para quien no haya sido misericordioso;
los misericordiosos no tienen por qué temer el juicio” Santiago 2,13
“Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre”
Papa Francisco[1]
No sabemos si el Papa Francisco conoce Los Miserables (1862), donde Victor Marie Hugo levantó una fuerte denuncia contra la injusticia social, adelantándose a señalamientos de la Rerum Novarum. Es probable que Jorge Bergoglio se haya acercado en algún momento a textos del gran autor francés, más aún habiendo enseñado Literatura en el Colegio jesuita de la Inmaculada, de la ciudad de Santa Fe (Argentina). El interés en esta posible relación se fundamenta en la cercanía entre los gestos y las enseñanzas de Francisco con aquel luminoso personaje –basado en el obispo Miollis– con el cual se abre dicha monumental novela: Charles-François-Bienvenu Myriel, obispo de Digne, a quien por su sencillez, generosidad y projimidad, el pueblo llamaba cariñosamente monseñor “Bienvenido”[2]. Si en Notre-Dame de París (1831) Hugo había mostrado al retorcido arcediano Claude Frollo bajando “de mal en peor” conducido por el “mal espíritu” (utilizamos aquí el lenguaje ignaciano), en Los Miserables nos reveló a Myriel subiendo “de bien en mejor” hacia la santidad, guiado por el “buen espíritu”.
Más todavía, monseñor “Bienvenido” y Francisco están unidos por el énfasis en un aspecto fundamental de la fe cristiana: el Dios siempre mayor es un Dios misericordioso y tiene preferencia por los miserables, por los descartados, por los pobres.
Al respecto, nos cuenta Hugo sobre Myriel: “Tenemos a la vista una nota escrita por él (…): ‘¡Oh, Vos!, ¿quién sois? El Eclesiastés os llama Todopoderoso; los Macabeos os llaman Creador; la Epístola a los Efesios os llama Libertad; Baruch os llama Inmensidad; los Salmos os llaman Sabiduría y Verdad; Juan os llama Luz; los Reyes os llaman Señor; el Éxodo os llama Providencia; el Levítico, Santidad; Esdras, Justicia; la Creación os llama Dios; el hombre os llama Padre; pero Salomón os llama Misericordia, y éste es el más hermoso de todos los nombres’ ”.
Monseñor “Bienvenido” era de “obras parecidas a las palabras” y por eso mismo, nos cuenta Hugo, “[n]o condenaba a nadie apresuradamente y sin tener en cuenta las circunstancias (…). Siendo un ex pecador, como se calificaba a sí mismo sonriendo, no tenía ninguna de las asperezas del rigorismo y profesaba muy alto, sin preocuparse del fruncimiento del ceño de los virtuosos intratables, una doctrina que podría resumirse en estas palabras: ‘El hombre lleva la carne sobre sí, que es a la vez su fardo y su tentación. La arrastra, y cede a ella. Debe vigilarla, contenerla, reprimirla, y no obedecerla más que en última instancia. En esta obediencia puede existir aún la falta; pero la falta así cometida es venial. Es una caída, pero una caída sobre las rodillas, que puede terminar en una oración. Ser santo es una excepción; ser justo es la regla. (…) Pecar lo menos que sea posible, es la ley del hombre. La ausencia total de pecado es el sueño del ángel’ ”. Y dice no sin ironía Victor Hugo (cuya postura ante el cristianismo fue por lo menos ambigua, como su encuentro parisino con Don Bosco en 1883): “Como se ve, [Myriel] tenía un modo extraño y peculiar de juzgar las cosas. Sospecho que lo había tomado del Evangelio”.
Esa comprensión frente a la fragilidad humana (siempre necesitada del auxilio de la gracia divina) la podemos encontrar también en un texto contemporáneo a Los Miserables. Se trata del Vía Crucis compuesto por John Henry Newman (1860). Para la Séptima estación: Jesús cae por segunda vez, tenemos esta honda meditación del Cardenal: “¿Qué ha hecho Él para merecer esto? ¿Es este el pago que el tan esperado Mesías recibe del pueblo elegido, los hijos de Israel? Sé la respuesta: Él cae porque yo he caído. He caído otra vez. Yo sé bien que sin Tu gracia, Señor, no puedo mantenerme en pie; creía estar cerca de Ti pero he perdido tu gracia una vez más. He dejado enfriar mi devoción, he cumplido tus mandamientos de manera rutinaria y formal, sin afecto interior; así he ido también a los sacramentos, a la Eucaristía. Me volví tibio. Creí que la batalla había terminado, y dejé de luchar (…) Así me aparté de Ti.”
En línea similar, al predicar los Ejercicios Espirituales (EE) de San Ignacio, El jesuita Bergoglio, maestro en la ciencia del discernimiento y en pregonar la “esperanza combativa”, remarcaba un puente entre Dios y nosotros: “La sabiduría, la omnipotencia, la justicia y la bondad divinas, frente a mi ignorancia, flaqueza, iniquidad y malicia (EE 59) tiene un solo nombre: misericordia (EE 61)”[3].
Años más tarde, al aceptar su elección al Pontificado (2013), Francisco declaró ser “un pecador” y puso a la misericordia como eje de su ministerio, al punto que decidió continuar con el lema (tomado de San Beda el Venerable) que lo había acompañado como Arzobispo de Buenos Aires: miserando atque eligendo.
Podemos decir que el desarrollo de Los Miserables se da a partir de un hecho fundante, el gran gesto de misericordia que Myriel tuvo para con el protagonista de la obra, Jean Valjean, al perdonarle el robo de la platería del obispo. Pocas palabras bastaron para empezar la conversión del ex presidiario, con ellas se encendió una luz inextinguible en su conciencia: “Jean Valjean, hermano mío, ya no pertenecéis al mal sino al bien. Yo compro vuestra alma, yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios”.
Nos cuenta Hugo que no faltaron a Valjean las recaídas, pero a fuerza de recordar el haber sido misericordiado a través del obispo, se volvió a levantar una y otra vez hasta llegar a multiplicar en buenas obras el perdón recibido. Porque Victor Hugo, sin olvidar la reflexión que le mueve el triste caso de Fantine, la pobre mujer, nos ayuda a visualizar que la misericordia tiene implicancias sociales. Sin dudas que la mejor obra de Valjean es el rescate y cuidado amoroso de la frágil Cosette, quien había sido víctima del trabajo infantil. Pero no hay que olvidar que la conversión del ex presidiario en el respetable “señor Madeleine” trajo justicia social a la localidad de Montreuil-sur-Mer y llegó a derrumbar el rigorismo policial del inflexible Javert, representante de la justicia del Estado. De manera que podemos extraer una lección de Los Miserables: vale la pena consagrar la existencia a salvar aunque sea una sola vida y la justicia es rebasada por la misericordia, la cual llega a conmover las estructuras sociales y políticas.
Estos temas aparecen con fuerza en el Magisterio de Francisco, quien regaló a la Iglesia la celebración del Año Santo de la Misericordia (2015-2016)[4]. Nos hará bien detenernos en algunos señalamientos que buscan concientizar a los cristianos:
En la Bula de convocatoria al Jubileo extraordinario, el Papa señaló: “No será inútil en este contexto recordar la relación existente entre justicia y misericordia. No son dos momentos contrastantes entre sí, sino dos dimensiones de una única realidad que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor (…) Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón”[5].
En la finalización del Jubileo, Francisco habló expresamente del “valor social” de la misericordia, con gran sensibilidad hacia los miserables de nuestro tiempo, los descartados: “(…) La Iglesia necesita anunciar hoy esos ‘muchos otros signos’ que Jesús realizó y que ‘no están escritos’ (Jn 20,30), de modo que sean expresión elocuente de la fecundidad del amor de Cristo y de la comunidad que vive de él. Han pasado más de dos mil años y, sin embargo, las obras de misericordia siguen haciendo visible la bondad de Dios. Todavía hay poblaciones enteras que sufren hoy el hambre y la sed, y despiertan una gran preocupación las imágenes de niños que no tienen nada para comer. Grandes masas de personas siguen emigrando de un país a otro en busca de alimento, trabajo, casa y paz. La enfermedad, en sus múltiples formas, es una causa permanente de sufrimiento que reclama socorro, ayuda y consuelo. Las cárceles son lugares en los que, con frecuencia, las condiciones de vida inhumana causan sufrimientos, en ocasiones graves, que se añaden a las penas restrictivas. El analfabetismo está todavía muy extendido, impidiendo que niños y niñas se formen, exponiéndolos a nuevas formas de esclavitud. La cultura del individualismo exasperado, sobre todo en Occidente, hace que se pierda el sentido de la solidaridad y la responsabilidad hacia los demás. Dios mismo sigue siendo hoy un desconocido para muchos; esto representa la más grande de las pobrezas y el mayor obstáculo para el reconocimiento de la dignidad inviolable de la vida humana. Con todo, las obras de misericordia corporales y espirituales constituyen hasta nuestros días una prueba de la incidencia importante y positiva de la misericordia como valor social. Ella nos impulsa a ponernos manos a la obra para restituir la dignidad a millones de personas que son nuestros hermanos y hermanas, llamados a construir con nosotros una ‘ciudad fiable’ ”[6].
Más aún, el Papa llamó a instaurar una cultura basada en la misericordia: “Estamos llamados a hacer que crezca una cultura de la misericordia, basada en el redescubrimiento del encuentro con los demás: una cultura en la que ninguno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada cuando vea el sufrimiento de los hermanos (…)”[7].
En este recorrido, de la mano de Hugo y de Francisco, hemos visto que un correcto abordaje de la misericordia asume, por un lado, que no somos Dios y, por el otro lado, que aquella no se agota en el plano individual, puesto que constituye un componente central de la ética social cristiana. En el Capítulo Christus nos liberavit Hugo señalaba un duro diagnóstico para el siglo XIX: “La santa ley de Jesucristo gobierna nuestra civilización, pero no la penetra todavía”. En este siglo XXI, ante la existencia de millones de descartados, sabemos que aquella sentencia aún tiene vigencia. Por eso es imperioso responder con buenas obras al amor de Dios, asumiendo el valor social de la misericordia y llegar a instaurar una cultura basada en ella. Esto a partir de reconocer como hecho fundamental –como enseñara Bergoglio- que “la misericordia se ha mostrado en habernos dado ‘vida hasta a[h]ora’ (EE 61). El descubrimiento de Cristo misericordioso lleva a una respuesta: ‘enmienda’ (EE 61) pero ‘con su gracia’ (ibid): nuestra soberbia se ha abajado y ha comprendido su radical impotencia para salvarse”[8].
[1] Misericordiae Vultus (MV) 1. Disponible en http://www.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/papafrancesco_bolla_20150411_misericordiae-vultus.html
[2] Para las citas de Los Miserables utilizamos la edición de 2008, Edit. Gradifco: Caseros.
[3] Bergoglio, Jorge –Francisco, Papa (2014) [1982], Meditaciones para religiosos, Mensajero: Bilbao, p. 119 y 233.
[4] Conmemorando los 50 años de la finalización del Concilio Vaticano II.
[5] MV 20 y 21, cursiva en el original.
[6] Misericordia et misera (MM) 18. Disponible en http://www.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/papa-francesco-letteraap_20161120_misericordia-et-misera.html#_ftnref19
[7] MM 20, cursiva en el original.
[8] Bergoglio, op. cit., p. 233.