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A la espera de la segunda parte de la Laudato Si’

Una de las primeras columnas que escribí para The First fue a propósito de los implacables incendios forestales que asolaron la zona central de Chile el verano austral del 2017, el artículo llevaba por título “quien no conoce el bosque chileno, no conoce este planeta”. Tal como allí señalé, las consecuencias de aquellos incendios son todavía visibles a simple vista en todas y cada una de las zonas afectadas, y han privado ya a una generación de niños y niñas de poder conocer el bosque chileno.

Hoy hay placas conmemorativas que recuerdan a los once bomberos y guardias forestales que murieron luchando contra el fuego, y es importante reconocer que han aumentado los programas dedicados a educar a la población en la prevención de los incendios. Sin embargo, una vez superada la emergencia, se ha echado de menos una mirada de autocrítica institucional y política que haga luz sobre la precariedad de las políticas públicas que acompañaron el acelerado y desordenado crecimiento de la industria maderera y forestal chilena durante las últimas décadas del siglo pasado y las primeras del tercer milenio. En efecto, en pocos años y obedeciendo a criterios puramente economicistas, más del ochenta por ciento del bosque nativo de la zona central del país fue sustituido por especies exóticas – en realidad solo dos especies exóticas, el eucaliptus y el pino radiata – que transformaron traumáticamente los hábitats y ecosistemas de la región. Las políticas de desarrollo de la industria forestal no han cambiado en Chile y las reglas del juego se mantienen más o menos iguales.

Por estos días, calentamiento global mediante, los noticiarios narran en cambio las feroces lluvias que se han encarnizado durante las últimas semanas, precisamente, con la misma zona que hace seis años se consumía bajo las llamas. Además de las inundaciones de las zonas urbanas periféricas y de muchas zonas rurales, diversas ciudades han visto suspendidos los servicios básicos electricidad y agua potable, así como la recolección de la basura y el comercio. Las escuelas han suspendido las clases y se han debido habilitar albergues de emergencia para los cientos de damnificados. Las imágenes que más han dado que hablar son aquellas de edificios y complejos residenciales de la zona costera que, habiendo sido construidos sobre humedales, desembocaduras de ríos y zonas vulnerables geológicamente hablando, se encuentran en serio peligro de colapso.

Puestas unas junto a otras, las imágenes de los incendios y de las inundaciones provocadas por las lluvias gritan el padecimiento de la madre tierra. Las cuencas de los ríos que durante las últimas décadas se habían ido secando aparecen por un momento no solo vivas, sino violentas y amenazantes; los embalses que durante años habían emanado un diagnóstico de déficit hídrico que en algunos momentos llevó incluso a medidas de racionamiento eléctrico aparecen hoy deslumbrantes y peligrosamente llenos. La lluvia, que es en teoría una buena noticia porque nos viene a aliviar de años de sequía se transforma en una tragedia cuando los ritmos de la naturaleza son trastocados irrespetuosamente.

Este contraste se repite casi invariado, ahora mismo, en diversas zonas de nuestro planeta; Grecia, Tenerife, Eslovenia, España, entre otros, son escenarios de desastres naturales directamente ligados a la crisis ecológica en curso.

Hace unos días leí que el Papa Francisco está preparando la segunda parte de la Encíclica Laudato Si’ (en adelante L.S.). Si es así, es una gran noticia y no puedo esperar a leerla. Quiero vivir de nuevo la perplejidad que experimenté cuando en ocasión de la publicación de Laudato Si’, no eran los teólogos los llamados a explicarla, sino los biólogos, los etólogos y los economistas. Puede que haya textos del Papa argentino, diversos de la Laudato Si’, que hayan marcado el diálogo de la comunidad católica intensamente, pero sin duda que es este documento magisterial el que traspasó las fronteras de la Iglesia y se erigió como un interlocutor privilegiado de la tradición católica con las ciencias humanas y las demás tradiciones religiosas. Necesitamos retomar ese camino para ahondar en las intuiciones e ideas programáticas de un texto que, valientemente, dio un nuevo matiz a la antropología teológica fundamentando renovadamente la relación del ser humano, la creación y el Creador.

¿Qué podemos esperar de una nueva carta papal dedicada al argumento ecológico? La respuesta a esta pregunta es eminentemente contextual y relativa a las demandas y experiencias de los hábitat que configuran nuestro planeta, pero sin duda hay algunos elementos que podemos evidenciar y que poseen la densidad ética y teológica suficientes como para considerarlos universales.

Un primer elemento que debiera ser retomado es la consideración de un enfoque sistémico para hablar de las diversas crisis que nos afectan como humanidad; la visión que emerge claramente de la L.S. es que las crisis – todas las crisis – están en relación, y que la cultura del descarte viola igualmente la integridad de los seres humanos y de la naturaleza. Esta intuición fundamental debe ser llevada a territorios poco explorados por la ética religiosa, especialmente al diálogo con interlocutores históricamente incómodos. Contrariamente a lo que muchos afirman, el Magisterio no consiste siempre en una línea de frontera que la reflexión creyente no puede traspasar, por el contrario, puede ser en cambio un instrumento que ofrece a unos y otros – creyentes y no – la posibilidad de ir más allá de sus esquemas y presupuestos; en este sentido la noción de teología integral ha sido ya probada como un punto de apoyo del diálogo interdisciplinar e inter-religioso, y dicho movimiento debe continuar.

Otro de los tópicos que emerge a todas luces como una prioridad ineludible es la protección político jurídica de los ecosistemas y de su consiguiente biodiversidad; el enfoque estético – que en ocasiones ha hegemonizado el diálogo – debe dar paso a aquel que comprende que la supervivencia de la especie humana está ligada a la supervivencia de todo el resto de los seres vivos que componen el planeta. Todas las agendas destinadas a frenar el calentamiento global están fracasando y muchos de  nuestros ecosistemas están amenazados o al borde del colapso, y si bien muchos afirman que la partida ya está perdida, nuestro deber y nuestra vocación como comunidad creyente es cultivar una esperanza activa, que aspira a transformar y salvar. Esta mirada está presente en muchos pasajes de la encíclica y puede, a su vez, ser profundizada.

Un último argumento que quisiera poner en discusión, y ver revisitado en esa esperada segunda parte, es la ética ecológica que emana de las Sagradas Escrituras. Papa Francisco nos ha acostumbrado a una cierta familiaridad con la Biblia, sus textos apelan a ella más que a teorías filosóficas, pero hablar de naturaleza y Revelación puede ser mucho más complejo que hablar de naturaleza y filosofía. Al mismo tiempo, se trata de un asunto irrenunciable, porque de la reflexión que podamos ofrecer en este ámbito depende mucho del alcance inter-religioso del eventual documento. Pienso que en este ámbito necesitamos ser mucho más incisivos y rigurosos.

Hace seis años, cuando escribí sobre los incendios en Chile, me serví de las palabras de Pablo Neruda quien afirma taxativo: “quien no conoce el bosque chileno no conoce este planeta”, hoy creo no sólo que tenía razón sino también que podemos llegar a pagar un caro precio por no esforzarnos lo suficiente en conocer de verdad los bosques, los ríos y los misterios de este planeta.